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martes, 22 de abril de 2014

El cine que ya tenias que haber visto: La noche del cazador

El cine que ya tenias que haber visto: “La noche del cazador” (Charles Laughton, 1955)

“Cuando Powell explica la historia de la lucha del amor contra el odio, mezcla los dedos de las manos, confundiendo la separación entre el bien y el mal. Y ahí está el principal problema de lección moral de la película: saber discernir dónde está el bien y dónde está el mal”
Arranca este viernes “El cine que ya tenias que haber visto”, dentro de la programación del CineClub Garci, una sección que nos visitará un viernes al mes y en la que se analizarán títulos clásicos del cine de esos que no hay que perderse. Para abrir boca, la inquietante “La noche del cazador”.
Para saber más:
Suele ser común en el cine de Hollywood que los actores se pongan en alguna ocasión detrás de la cámara y, además, con buenos resultados. Si echamos un rápido vistazo, comprobaremos que los grandes actores del cine actual han aceptado el reto cuando han encontrado una historia que les ha resultado tan fascinante que han preferido no delegarla en un tercero: ahí están, por ejemplo, Robert De Niro (“Una historia del Bronx”), Al Pacino (“Looking for Richard”) o Tim Robbins (“Pena de muerte”). Sin contar carreras más continuadas en el campo de la dirección (el caso de Sean Penn) o de aquellos que empezaron como actores y han acabado con una clara voluntad de autoría (Clint Eastwood o el ya fallecido John Cassavetes). Y casos más curiosos, como el de actores que arriesgan incluso en momentos en que aún no están del todo consagrados (el meritorio esfuerzo de Antonio Banderas con “Locos en Alabama”). Sea como fuere, el actor que se pone detrás de una cámara siempre consigue unos resultados cuanto menos aceptables, bien porque asimila el proyecto con mayor detenimiento, bien porque quiere trasladar sus inquietudes en una obra personal que se mantenga al margen de las concesiones comerciales que, en muchas ocasiones, comporta su trabajo. Como ejemplo ineludible en este apartado, está Charles Laughton con “La noche del cazador”.
Actor británico que se labró un enorme prestigio en los años 30 y 40 debido a su enorme versatilidad y solvencia (que le llevó a interpretar personajes tan dispares como Galileo, Quasimodo o el rey Enrique VIII), Laughton se queda prendado de una novela de Davis Grubb publicada en 1953, y decide trasladar a la pantalla lo que él lee a la perfección como una historia que supone un entramado complejo de significados y reflexiones que encierra un amplio espectro de posibilidades visuales y narrativas. Mucho se ha hablado de “Ciudadano Kane” como resultado de un inigualable equipo creativo (Welles, Mankiewicz, Toland, Herrmann, los actores del Mercury Theater), pero “La noche del cazador” es otra muestra del resultado de otro gran equipo: el guión escrito por Laughton, James Agee (“La reina de África”) y el mismo Gubb; la fotografía de Stanley Cortez (“El esplendor de los Amberson”); las actuaciones de Robert Mitchum, Shelley Winters y Lillian Gish, etc. Debido a ambos aspectos (el equipo creativo que dio origen a una película única) el film goza de un cierto prestigio, años después de su batacazo en taquilla (desastre tal que impidió que Laughton dirigiera ningún proyecto más, a pesar de tener la intención de adaptar “Los desnudos y los muertos”, de Norman Mailer). A esto ha contribuido un aspecto que nada tiene que ver con la obra de Laughton: un cierto halo de malditismo (su carácter inclasificable y su fracaso económico) que le otorga al asunto un aire romántico tras el que se esconden algunas lecturas erróneas de la película. Sin ir más lejos, la fascinación por el personaje encarnado por Robert Mitchum ha hecho que muchos lo conviertan en un arquetipo, en una apreciación que se pasa por el forro la ambigüedad moral que se establece en la historia y cuya consideración permite que, al final, no sepamos muy bien qué encarna tal personaje.
La película nos presenta a un predicador, Harry Powell, que, en plena época de la Depresión, atraviesa los Estados Unidos casándose con viudas millonarias a las que acaba asesinando y quedándose con su fortuna. Cuando cumple una pequeña condena por el robo de un vehículo, coincide en la celda con un hombre sentenciado a la horca: Ben Harper, quien, en sueños, desvela a Powell que, antes de ser encarcelado, tuvo tiempo de esconder en su casa el botín de un atraco a un banco. Cumplida su condena, Powell se dirige a visitar a la viuda de Harper y a sus dos hijos pequeños para hacerse con el dinero.
El punto de partida, como vemos, es muy sugerente, puesto que se trata de una historia sin el clásico héroe, en que la muerte está muy presente no solo como realidad, sino también como amenaza; una historia en que el personaje central es un asesino de viudas (“La noche del cazador” tiene bastantes puntos de conexión con “Monsieur Verdoux” y no es casual que uno de estos nexos sea el fracaso comercial). Pero si bien el arranque argumental podía haberse quedado en una banal historia moral en que el asesino acaba pagando ante la justicia, el enfoque de “La noche del cazador” supone una revolución por cuanto plantea una serie de cuestiones controvertidas y de difícil respuesta.
Ya desde el principio se nos muestra que todo va a ser muy difuso: los títulos de crédito parten de un cielo estrellado y el canto de una nana (“El miedo es sólo un sueño”, dice la canción) que sirven de telón de fondo para una historia de fantasía: la cabeza de una anciana introduce a las cabezas de unos niños una lección moral (cuando aún no se ha planteado la historia) que dan las coordenadas del terreno pantanoso en que se va a desarrollar la película: “No juzguéis si no queréis ser juzgados. Desconfiad de los falsos profetas: por sus frutos los conoceréis”, advierte la anciana justo antes de dar paso (bajando la mirada desde el cielo con la presentación en picado del lugar de la acción) al predicador que está inmerso en un mundo real en un tiempo reconocible: conduciendo un coche de los años 30 por zonas rurales y asistiendo a espectáculos de vodevil. En el planteamiento nace ya la primera oposición de la película: ¿asistimos a una historia fantástica o a un relato claramente anclado en un momento concreto? ¿La película se va a mover por parámetros del mundo de la imaginación (las estrellas, la representación de la narración de un cuento, el punto de vista desde el cielo), o bien seguirá las reglas físicas del mundo tangible? El espectador se encuentra, de repente, desarmado ante tales interrogantes, y no verá más que aumentar la perplejidad según vaya transcurriendo la película.
Porque el film se mueve en todo momento por la provocación de situarse a uno y otro lado de una misma frontera. La ambigüedad queda ejemplificada en las manos de Powell: en la derecha lleva tatuada la palabra “amor”, y en la izquierda, la palabra “odio”. Cuando Powell explica la historia de la lucha del amor contra el odio, mezcla los dedos de las manos, confundiendo la separación entre el bien y el mal. Y ahí está el principal problema de lección moral de la película: saber discernir dónde está el bien y dónde está el mal.

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